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# Lo inacabado contra el capital: estéticas de la apertura en tiempos de revolución
Lo primero que me viene a la cabeza (y me incomoda admitirlo porque suena demasiado solemne) es que vivimos en un mundo que detesta lo inacabado. O más bien: un mundo que lo tolera solo cuando puede capitalizarlo. Ejemplo rápido: “beta permanente” en las apps. Esa estrategia que venden como innovación, pero que en realidad es un loop infinito de updates calculados, diseñados para que el usuario nunca sienta que tiene el control, siempre con la sensación de que falta la próxima versión (y mientras tanto, claro, pague su suscripción mensual).
Lo inacabado auténtico —el error real, la falla, la grieta, lo que no termina de cuajar— el capital lo odia. Porque no puede venderlo. O lo convierte en estilo (véase: ropa rota, muebles “vintage”, precariedad cool de departamentos con ladrillo a la vista).
Y aquí es donde, supongo, uno podría ponerse marxista de la vieja escuela (casi con vergüenza, porque parece un cliché citar a Marx en 2025, pero sigue funcionando): el fetichismo de la mercancía consiste justamente en borrar el proceso. En hacer que todo aparezca como acabado, perfecto, autosuficiente. Una silla de IKEA no quiere que pienses en el bosque talado, en el trabajador explotado, en los tornillos que sobran después de armarla. Quiere que pienses en el “producto final”.
Lo inacabado, en cambio, hace lo contrario: te obliga a ver el proceso. Y ahí está su potencial político.
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Me acuerdo de un recital punk en un galpón en Puente Alto. Todo mal: micrófonos que no funcionaban, un bajo desafinado, luces que parpadeaban como si fueran a incendiarse. Y sin embargo, en ese caos había algo perfecto. No la perfección de un producto terminado, sino la perfección de lo vivo. Lo inacabado como forma de resistencia: nadie ahí pensaba en vender discos, en “cerrar un proyecto”, en capturar el instante para monetizarlo en redes sociales. Era un presente abierto, vulnerable.
(Nota al pie que no es al pie: ahora mismo pienso que ese recital probablemente está en YouTube, grabado con un celular viejo, y que al subirlo, de algún modo, volvió al circuito del capital. Porque todo vuelve. No hay afuera. Y sin embargo, la experiencia original sigue siendo inasimilable: ese frío, ese barro en el suelo, ese corte de luz a mitad de canción. Eso no lo captura nadie).
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El capital exige clausura. El arte inacabado insiste en el contrario: en el suspenso. Susan Sontag escribió en *Contra la interpretación* que la obra de arte debería experimentarse antes que descifrarse. Yo diría que lo inacabado lleva eso más lejos: ni siquiera hay obra en el sentido clásico, solo hay un proceso que se abre y se abre, un loop sin final.
Y esa apertura no es inocente. Es política. Porque desafía la lógica del “producto terminado = mercancía lista para circular”. Lo inacabado es un recordatorio de que las cosas podrían ser de otro modo.
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Hay algo casi revolucionario en dejar que las cosas permanezcan abiertas. No como falta, sino como método. Y me arriesgo a decir que aquí entra la palabra revolución en un sentido torcido (un poco como usaba Bolaño las palabras “horror” o “infierno”, es decir, con ironía, pero también con devoción). Revolución no como el Gran Día en que cae el capital, sino como micro-prácticas de apertura: colectivos que trabajan con archivos digitales imposibles de terminar, proyectos comunitarios que se rehacen una y otra vez, performances que se interrumpen para conversar con el público.
Todo eso es inacabado. Todo eso es revolución a escala íntima.
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Lo que me gusta del inacabado es que también se parece mucho a la vida. Uno nunca termina de cerrar nada. Relaciones, libros, casas, incluso la propia biografía. David Foster Wallace decía que la literatura debía ser lo suficientemente honesta como para mostrar la confusión en la que vivimos, la sobrecarga de información, el ruido. Esa confusión es, en el fondo, lo inacabado.
Entonces, ¿qué significa defender lo inacabado contra el capital? No es simplemente hacer obras abiertas (lo abierto también se puede vender). Es sostener la grieta. Insistir en la falla. No disimular la precariedad.
Porque lo que el capital no soporta no es el error calculado, sino el error verdadero. El que no se puede monetizar. Ese que se queda colgando, como un cable mal pelado en la calle, como un archivo corrupto que no se abre, como un poema que se corta en mitad de la frase.
Y ahí, justamente ahí, está el espacio de la revolución.
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