---
# La interfaz inacabada: mediaciones y estéticas desde la periferia
Pienso en la palabra *interfaz* y lo primero que me viene a la cabeza no es una pantalla ni un menú desplegable. Es la ventana de la casa de mi abuela, esa ventana que nunca cerraba bien y por donde se colaban los ruidos de la calle, los perros, los gritos de los borrachos a las tres de la mañana. Una interfaz, pienso ahora, es siempre un lugar incompleto. Una grieta. Un espacio donde algo pasa y algo se filtra.
No sé si la teoría lo dice así. Probablemente no. Pero me gusta imaginar que la teoría también se equivoca, que se tambalea, como un vecino que camina con la camisa desabotonada y una cerveza tibia en la mano. La periferia —esa palabra que parece geográfica pero en realidad es estética y política— se comporta como interfaz: conecta dos mundos que no terminan de reconocerse. Uno central, lleno de brillo, de capital, de vitrinas; y otro frágil, que sin embargo sobrevive inventando sus propias formas, sus propias tecnologías improvisadas.
Un amigo me decía: “la periferia es el lugar donde los cables no alcanzan, donde la señal llega tarde”. Lo decía riendo, pero yo lo entendí como una definición más precisa que cualquier paper académico. Porque en esa tardanza, en esa demora, aparece otra posibilidad de arte, de política, incluso de revolución. La lentitud como resistencia. El error como estética.
---
Walter Benjamin decía que toda obra de arte es, en algún punto, “una constelación en devenir”. Nunca está completamente cerrada, siempre depende de su contexto, de su recepción, de su uso. Esa idea, pensada desde las periferias, adquiere otra densidad: lo inacabado no es un gesto estético voluntario, es la condición misma de la existencia. Los procesos quedan abiertos porque no hay recursos para terminarlos, porque la policía interrumpe, porque el barrio no permite el lujo del acabado perfecto.
En esa precariedad aparece, paradójicamente, una potencia. Marx ya lo advertía en *El capital*: el fetichismo de la mercancía consiste en ocultar el proceso de trabajo, mostrar solo el producto final como si hubiera nacido de la nada. La obra inacabada, en cambio, revela su proceso. Deja ver la mano que tiembla, el trazo borrado, el corte improvisado. Allí se rompe el fetiche.
---
Cuando hablo de interfaz inacabada pienso en esas páginas web viejas, con links rotos y tipografías imposibles. Nadie diría que son bellas, pero sí que son sinceras. Su precariedad es casi revolucionaria frente a la lógica del capital, que exige pulcritud, eficiencia, productos cerrados, mercancías sin fisuras. La obra terminada. El “done” de Silicon Valley.
El capitalismo necesita objetos acabados. Esa obsesión por el cierre, por la mercancía perfectamente empaquetada, viene de muy lejos. Pero al mismo tiempo, el propio capital finge estar en constante “beta”. Es el truco de las aplicaciones: siempre hay una actualización pendiente, siempre hay algo que mejorar. Pero esa supuesta inacabación no es real: es controlada, planificada. No hay error verdadero, solo estrategia.
En cambio, en la periferia el error es real, la falla es auténtica. El concierto que se corta porque alguien se robó la luz. El mural que apenas se alcanza a terminar antes de que llegue Carabineros. La radio comunitaria que transmite con un micrófono roto y un locutor que improvisa. Esos gestos son interfaces inacabadas: espacios donde lo artístico y lo político se cruzan sin la obsesión por la perfección.
---
Recuerdo una vez en que viajé a una feria artesanal en las afueras de Santiago. El bus se demoró más de tres horas, y cuando llegué ya estaba oscureciendo. Los puestos tenían bombillas colgando de cables conectados a un generador ruidoso. Había barro en el suelo. A ratos fallaba la luz y todos quedábamos a oscuras. Y sin embargo, en esos segundos de oscuridad se abría otra percepción: el murmullo de la gente, los niños corriendo, el sonido de las ollas. Pensé: esto es una interfaz. No porque sea tecnológica en el sentido clásico, sino porque está mediando entre mundos: el del mercado oficial que excluye y el de la economía precaria que inventa.
Quizá el arte contemporáneo —con su obsesión por la pulcritud museográfica— ha olvidado eso. Ha olvidado la fuerza de lo inacabado, lo torpe, lo precario. Como si solo lo impecable pudiera llamarse arte. Pero lo periférico insiste en otra cosa: en mostrar la costura, el error, el parpadeo.
---
Pienso en Bolaño: “La literatura es como un agujero negro, y los mejores libros son los que dejan escapar algo de luz.” Esa luz que se escapa no es perfección, es fuga, error, interfaz. Y pienso también en Zambra, en esa manera suya de escribir como si dudara de cada palabra. Tal vez la escritura misma sea otra interfaz. No un discurso acabado, sino una conversación con sus propias interrupciones, sus respiraciones.
Leila Guerriero escribió alguna vez que la crónica es “un espejo roto” que refleja la realidad en fragmentos. Eso mismo podría decirse de las interfaces periféricas: espejos rotos donde la realidad aparece en pedazos, y justamente por eso se vuelve más verdadera.
---
Si este ensayo tiene algún sentido —y no estoy seguro de que lo tenga— sería mostrar que la interfaz no es un objeto técnico, sino un gesto. Un lugar que no se cierra. Una mediación que nunca se resuelve del todo. Y que en la periferia, en esos territorios donde la señal llega tarde y los cables cuelgan como lianas, esa incompletud es la norma, no la excepción.
Tal vez ahí esté la revolución: en aceptar lo inacabado como forma de vida. En no competir con el brillo central, sino insistir en la grieta, en la ventana mal cerrada, en la página web rota que todavía guarda un poema olvidado.
El resto, como siempre, es digresión. Y las digresiones, ya lo dije, también son interfaces: bordes donde uno se pierde y a la vez se encuentra.
★ ★ ★
---